Hace tiempo que no escribo nada sobre presentaciones 🙂 Ya toca.
¿Alguna vez ha asistido a una conferencia y cuando ha terminado se ha dado cuenta que habían pasado dos horas y que ha estado en una nube durante todo ese tiempo? ¿Ha visto algún vídeo en la red de alguna conferencia que no ha podido dejar de ver hasta el final, aunque tuviera otras cosas que hacer urgentemente?
Ahora al revés: ¿alguna vez, hablando en público, dándo una clase, una charla, etc., ha perdido la noción del tiempo y cuando se ha dado cuenta ya era hora de terminar? ¿Se ha sentido «muy bien» hablando en público, aunque al principio sentía «mariposas en el estómago»? ¿Hubiera estado dos horas más explicando «cosas»?
Y ahora todo junto: además de perder el sentido del tiempo y sentirse muy bien, ¿ha sentido que la audiencia se hubiera quedado más tiempo escuchándole? ¿Que estaban como hipnotizados por sus palabras? ¿Que ellos y ellas y Ud. estaban «sintonizados» en la misma frecuencia o «resonaban» con Ud? ¿Se han acercado luego algunas personas a felicitarle/la y a decirle que les ha encantado su charla (y parecían sinceras 🙂 )?
Todo estas sensaciones son frecuentes, aunque no universales. Parece que alguna gente disfruta hablando en público (a mi me sucede) y que disfrutamos encuchando a ciertas personas. Pero también es cierto que mucha gente lo pasa mal hablando en público (y se les nota) o simplemente no disfrutan. La pregunta es: ¿por qué nos sucede esto?, ¿por qué «sintonizamos» con algún orador/a o no nos sucede?, ¿se puede provocar ese estado de «resonancia» en una audiencia? ¿Es posible aprender a dar charlas que «sintonicen» a la audiencia o a gran parte de ella en la frecuencia adecuada? Mi hipótesis es que hay gente que tiene facilidad «natural» para hacerlo y otra que no, pero que en todo caso se puede aprender.
Mi «viaje» personal hacia la idea que quiero explicar hoy comenzó hace unos años. Leyendo el blog de Garr Reynolds encontré un concepto que explicaba este efecto en los oradores. Garr lo definía como un «estado de la mente» llamado, en japonés, «mushin no shin». La Wikipedia, como tantas veces, viene en nuestra ayuda:
Mushin (無心; Chinese wúxīn; English translation «no-mindedness») is a mental state into which very highly trained martial artists are said to enter during combat. They also practice this mental state during everyday activities. The term is shortened from mushin no shin (無心の心), a Zen expression meaning mind of no mind and is also referred to as the state of «no-mindness». That is, a mind not fixed or occupied by thought or emotion and thus open to everything… It is somewhat analogous to flow experienced by artists deeply in a creative process.
Mushin is achieved when a person’s mind is free from thoughts of anger, fear, or ego during combat or everyday life. There is an absence of discursive thought and judgment, so the person is totally free to act and react towards an opponent without hesitation and without disturbance from such thoughts. At this point, a person relies not on what they think should be the next move, but what is their trained natural reaction or what is felt intuitively. It is not a state of relaxed, near-sleepfulness, however. The mind could be said to be working at a very high speed, but with no intentions, plans or direction. In analogy a clear mind is compared to a still pond, which is able to clearly reflect the moon and trees. But just as waves in the pond will distort the picture of reality, so will the thoughts we hold onto disrupt the true perception of reality.
Los luchadores de Kendo tienen que estar concentrados en lo que hacen… a riesgo de recibir unos cuantos garrotazos en la cabeza. Naturalmente. Pero, ¿qué tiene que ver el estado mental de dos tipos preparados para repartir garrotazos dando gritos con dar una charla? Era el año 2007 y lo dejé correr. «Mushin no shin», vale. No supe cómo podía utilizar la idea y Garr tampoco daba muchas pistas.
Pero hace poco leí una entrada en el blog de Olivia Mitchell (una autora sumamente recomendable sobre presentciones) que mencionaba un poco «de pasada» el concepto de «flujo» («flow») del psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi (pronunciado, según él mismo, como «Chicks send me high» :-)). Y empecé a leer sobre el tema.
El flujo es…
Un estado de la consciencia caracterizado por una concentración focalizada que conduce a un incremento de la fluidez en la actuación, un sentido separado del propio yo y a una experiencia alterada del tiempo.
El estado de flujo se define con siete características esenciales:
- La sensación de estar completamente implicados en lo que estamos haciendo, focalizados, concentrados.
- La sensación de éxtasis, esto es, de estar fuera de la realidad cotidiana.
- Gran claridad interna: saber qué es necesario hacer y cómo hacerlo, saber, además, cómo lo estamos haciendo.
- Saber que la actividad es factible, que nuestras habilidades son adecuadas a la dificultad de la tarea.
- Un sentido de serenidad: sin preocupaciones ni sensaciones sobre uno mismo, con un sentimiento de crecimiento más allá de los límites del propio yo.
- Atemporalidad: completamente centrados en el presente. Las horas parecen pasar en minutos.
- Motivación intrínseca: cualquier cosa que produce flujo se convierte en su propia recompensa. Sentir el flujo es la recompensa del estado de flujo.
Artistas como los músicos, actores, bailarines, etc. se sienten en estado de flujo durante sus performances. Los deportistas también lo sienten (basta ver la cara de Rafa Nadal cuando espera el servicio del contrario, por poner un ejempo, para saber que no está pensando en lo que hará cuando termine el partido o en que bolsillo de la bolsa ha guardado el reloj). Cualquier persona lo siente cuando hace algo con cierto nivel de dificultad, que le gusta mucho y para lo que tiene extraordinarias habilidades. Estoy seguro que Messi se cabrea tanto cuando lo cambian porque lo hacen salir del estado de flujo que siente en el campo. O que la cara de éxtasis de algunos directores de orquesta es fruto de la sensación de flujo. Están haciendo algo que requiere concentración y el cien por cien de su atención, algo que «dominan» y que saben hacer muy bien. ¡Hey! ¡Un momento! Muchos oradores pierden la noción del tiempo y no tienen conciencia de las sensaciones propioceptivas hasta que terminan (sobre todo si beben mucha agua durante la charla 😉 ).
De hecho dificultad y habilidad, parecen estáa relacionadas. El siguiente gráfico de Csikszentmihalyi es revelador. Describe una serie de estados mentales en función de dos variables: la dificultad de la tarea y la destreza de quién la ejecuta. El flujo es uno de los estados mentales y es más probable que aparezca cuando la tarea es compleja y la destreza de quien la realiza es alta.
Así, cuando la tarea es de escasa dificultad y nuestra habilidad es alta, nos produce relajación. Al reves, cuando la tarea es compleja y nuestra habilidad baja, sentimos ansiedad.
En educación sucede lo mismo: a veces «estresamos» a nuestros alumnos proponiéndoles tareas demasiado complejas para su nivel de conocimientos y habilidades. O los aburrimos si las tareas son fáciles y repetitivas. Lo ideal es «mantener» a los estudiantes (y a las audiencias, como propondremos ahora mismo) en el canal de flujo y para ello empezamos proponiéndoles tareas sencillas para ir aumentando su nivel de dificultad a medida que aumenta su nivel de destreza. Siempre, en cada tarea, «tirando un poco hacia arriba». Manteniéndolos en «el canal de flujo».
Estupendo. Quizá fluyamos cuando hablamos en publico. Pero es solo la mitad de la ecuación. ¿Cómo podemos no solo «sentirnos fluir», sino provocar que la audiencia «fluya con nosotros»? No creo que exista una receta infalible, pero la teoría de Csikszentmihalyi puede ofrecernos algunas pistas:
- La charla debe tener objetivos claros y explícitos para los asistentes y ofrecer retroalimentación. Dicha retroalimentación debe tener en cuenta lo que podríamos denominar las «preguntas internas» de la audiencia: las cuestiones que surgen al hilo de la charla, el resultado de la interacción de las ideas previas del auditorio con las propuestas del orador, que deberemos haber anticipado cuidadosamente. Es como un diálogo en el que el orador debe imaginar lo que «dice» la audiencia en cada momento y responder.
- A nivel cognitivo, debe existir equilibrio entre el nivel de desafío intelectual que supone para la audiencia «comprender» los conceptos y sus relaciones, el discurso, y su capacidad para hacerlo. Dicho de otro modo: debemos presentar conceptos e ideas nuevas, pero lo suficientemente relacionadas con lo que la audiencia ya sabe para que puedan asimilarlas a ideas preexistentes, confirmándolas o desafiándolas. La dificultad del tema para la audiencia, los conocimiento previos, la manera de relacionar lo nuevo con lo ya sabido, etc. son clave en este punto.
- Debemos provocar la focalización de la atención en el significado del mensaje y las actitudes asociadas. La atención de la audiencia debe centrarse en lo que importa y no en los detalles accesorios. Esta idea es directamente aplicable al diseño de los apoyos visuales (las diapositivas): menos es más, «diseño, no decoración», como dice Nancy Duarte. Nada que despiste. Nada de transiciones «sugerentes» si no aportan sustancia. En algunos casos, la imagen aporta el estímulo que provoca la emoción que queremos asociar a la idea.
- La charla debe provocar la actividad cognitiva justa: ni tan alta que sobrecargue, esto es, que supere la capacidad humana de procesamiento, ni tan baja que deje al cerebro buscar distracciones porque no está suficientemente ocupado. Por ejemplo: todos los expertos en presentaciones desaconsejan usar mucho texto en las diapositivas, posiblemente porque leer y oir y entender el discurso a la vez provocan actividad en la misma zona del cerebro, la que procesa el lenguaje y nuestra capacidad es limitada. De hecho, nuestra atención ya es limitada (como demuestran los experiementos). Por eso algunas cosas las podemos hacer a la vez (leer y oir música) y otras no (leer y escuchar y comprender lo que nos dicen a la vez). Si asistimos a una charla en la que el discurso y la presentación exigen poco procesamiento (ritmo lento, conceptos conocidos acompañados de escasa estimulación visual, extrema complejidad que no comprendemos), lo normal es que nuestro cerebro busque algo que hacer «lejos de allí». Es cuando nos fijamos en la ropa del orador, nos damos cuenta de sus muletillas o cuando pensamos en la lista de la compra. Después de una hora así, tenemos la impresión de que hace tres días que estamos encerrados allí.
- Es necesario buscar el equilibrio correcto entre «ethos», «pathos» y «logos» en función de lo que requiere la situación y el momento (un ejemplo cinematográfico, que no es fácil de provocar sin guionistas, un actor como Al Pacino y una música apropiada, y a veces se recurre al vídeo 🙂 ). Hace 2.500 años Aristóteles estableció en «La retórica» las bases del discurso persuasivo. Sigue siendo una lectura imprescindible para quien pretenda hablar en público. Muchos oradores cometen el error que considerar que una charla solo es «logos», razón, argumentos deductivos y análogos. Como una cascada de argumentos lógicos irrebatibles. Suelen fracasar a la hora de convencer. Una conferencia o una clase son experiencias de comunicación complejas, en las que están presentes también el «ethos» o la actitud que debe tener el orador para que su mensaje convenza (sensatez, sinceridad y «sympatheia») y el «pathos», las emociones. Muchos discursos fracasan y no «llegan» por la incapacidad del orador para provocar las emociones adecuadas en su audiencia. ¡Claro! ¡Muchos oradores ni siquiera se lo proponen! Pero son las emociones las causantes de que toda experiencia de flujo sea su propia recompensa, una experiencia «autotélica». Son las emociones las causantes de que una charla sea «memorable» o convincente. El buen orador/a hace que la audiencia se olvide del yo durante un rato y salga de sí misma, sintonizada a nivel emocional e intelectual con él o ella. Y ese «salir de uno mismo/a» provoca la distorión temporal: perdemos la noción del tiempo.
- Las emociones son contagiosas:¿disfrutamos hablando en público? ¿Nos creemos lo que decimos? Si sufrimos y se nota, lo normal es que hagamos pasar un mal rato a la audiencia: las personas somos empáticas y se nos contagian las emociones de los demás. Al principio de toda charla se pasa mal. Es el ratito de «las mariposas en el estómago». Le sucede a todo el mundo, incluso a los oradores profesionales. Lo importante, creo que es una frase de Dale Carnegie, es saber hacer volar esas mariposas en formación hacia el objetivo de la charla (y que no se conviertan en murciélagos 🙂 ). Al cabo de cinco o diez minutos, las mariposas desaparecen y empieza la sensación de flujo. Podemos aprovechar el ratito de las mariposas para un rompehielos o, como diría Aristóteles, el «exordio», que hace al auditorio «benévolo, atento y dócil».
Creo que ya vale de flujo. Si el amable lector o lectora da charlas o conferencias o clases, etc. es el momento de hacerse algunas preguntas sobre sus sensaciones y «estados mentales» cuando habla en público. Quizá estas pocas ideas le ayuden a entender «eso» que le sucede y a mejorar.
Hay una frase de la poetisa Maya Angelou con la que me gusta terminar los talleres sobre presentaciones. Dice así: «La gente olvidará lo que digas, la gente olvidará lo que hagas, pero nunca olvidará cómo la hiciste sentir».
Buen fin de semana.